Entrevista con Gabriel Perez-Barreiro
Buenos Aires, 21 de mayo de 2016, Primera parte
Hans-Michael Herzog: En los albores de este nuevo siglo emergió una montaña de iniciativas en torno al arte latinoamericano contemporáneo. Charlemos un poco sobre lo que pasó y no pasó en estas dos décadas.
Aparte de nuestro proyecto con la Colección Daros Latinoamérica, la lista es larga: la colección mexicana Jumex, Mari Carmen Ramírez y sus grandes proyectos en Houston, la colección de los Halle en Phoenix, Arizona, la del venezolano-catalán Alfonso Pons, las grandes colecciones de Patricia Phelps de Cisneros y de Ella Cisneros-Fontanals (aunque ambas ya existían antes), el proyecto Inhotim de Bernardo Paz en Minas Gerais, el Malba de Buenos Aires… Y no olvidemos el Museo de Arte Moderno de La Habana. También están las exposiciones y adquisiciones latinoamericanas en mega-museos como TATE Modern, el Centre Pompidou o el MoMA, y el gran número de galerías que aparecieron por ese entonces, al igual que las ferias y las bienales de arte. Me atrevería a decir que todo ello marcó un nuevo comienzo.
¿Qué esperanzas teníamos hace veinte años? ¿En qué medida se hicieron realidad? En el ámbito internacional, ¿cómo se desarrolló el arte desde América Latina?
Pero primero que nada, cuéntame cuándo y cómo te acercaste al arte latinoamericano.
Gabriel Perez-Barreiro: Mi caso fue quizás diferente. Yo no soy latinoamericano. Soy europeo. Nací en Galicia, en La Coruña, pero crecí en Inglaterra. Galicia es una zona muy conectada con América por su historia de emigración. De niño, los viejitos en los pueblos hablaban de La Habana o de Buenos Aires como si fueran ciudades vecinas. O sea, nunca hablaban de Madrid. El suyo era un mundo trasatlántico. De alguna manera, algo de eso se me habrá quedado.
Estudié Historia del Arte e Hispánicas: Latin American Studies. En ese entonces me interesaba mucho la literatura, sobre todo la latinoamericana. Y la historia del arte. Pero esos temas no se tocaban. Los Area Studies eran todo menos arte. Eran literatura, historia, sociología, ciencias políticas, lo que quieras… menos arte. Y, por otra parte, la historia del arte era todo menos la latinoamericana.
Me preguntaba cómo se podían tocar estos dos intereses que tenía. Cuando era undergraduate en la Universidad de Aberdeen en Escocia, a los 21 años, como parte del curso tenía que pasar un semestre en cualquier lugar que eligiera, solo por inmersión. Elegí Buenos Aires, sobre todo por las referencias literarias y musicales que tenía. Apenas llegué, me dije: «Voy al museo a ver si encuentro algo que me interese». Había una exposición temporal de Gyula Kosice. Yo no sabía ni quién era. No sabía nada. Entré, vi la muestra y me cambió la vida. Dije: «Quiero estudiar eso». Me alumbró. Pero fue algo muy específico: no quise ser latinoamericanista (ni sabía que eso existía como opción); quise estudiar eso. Me interesaba la práctica geométrica, me interesaban esas ideas de utopía… Hice el doctorado sobre eso y me enfoqué en eso. ¿Y qué pasó? Se fue visibilizando todo un campo alrededor y me fui enganchando con el arte contemporáneo que antes no conocía. Empecé a viajar, empezaron a pasar cosas. Los profesores me advirtieron: «Está bien todo lo que haces, pero no pienses que vas a trabajar en eso. No hay empleos». Dije: «No me importa». Tenía veintipocos años y no pensaba en cosas prácticas. Pero se equivocaron, porque el campo fue creciendo y nunca me faltó trabajo.
Me encontraba con historias del arte muy importantes; para mi eran centrales y a la vez desconocidas por una serie de cuestiones que la formación latinoamericanista me ayudaba a entender: la teoría de la dependencia, todas esas cuestiones…O sea, me di cuenta de que manejábamos desde Europa y después desde Estados Unidos, un mapa geopolítico que se fue formando en la posguerra, pero que lo aplicamos retroactivamente. Por ejemplo, cuando hablamos de West es básicamente un North, y todo lo demás se considera derivativo. El mundo no fue siempre así. La modernidad tenía otra geografía. El arte se comunica de otra manera. Las identidades estado-nacionales no eran el factor más importante en las vanguardias. Las influencias son otras. Son mucho más específicas: son ciudades, comunidades… Una comunidad puede tener un pie aquí, un pie en Rusia, un pie en Polonia, un pie en Inglaterra y un pie en Buenos Aires. La modernidad es eso: cruces específicos. Me interesa recuperar ese sentido más complejo de modernidad, de una geografía cultural. Y claro, entraba siempre en choque –sigo entrando en choque– con otro proyecto: el proyecto de la reivindicación latinoamericanista; el de una identidad común que tiene que ser entendida en un contexto diferente y que debe mantener su «diferencia» en bloque. O sea, yo soy más bien integracionista. Quiero que esas historias se crucen y se cuenten desde este otro punto. Por eso inmediatamente entré en conflicto con figuras que defendían un proyecto de reivindicación separatista, la idea de que hay una utopía invertida y por lo tanto otra de pie, y que no digo que no tenga sus ventajas. Necesitamos de ambas posturas. Pero, claramente, me fui hacia ese otro lado, por ese otro camino. Nuevamente, la razón es que no llegué a él como un problema político a priori, sino como un problema histórico del cual surgió después el problema político.
¿ Cuándo empezaste con Patty Cisneros?
Hace ocho años. En 2008. Sabía quién era desde hace mucho tiempo porque coleccionaba exactamente lo que me interesaba. Nos habíamos cruzado, sin saberlo, muchos años antes. El galerista Miklos von Bartha, de Basilea, había juntado arte concreto argentino a comienzos de los 90. Esas obras yo las había visto en los estudios en Buenos Aires por los mismos años en que llegó von Bartha. Estaba aquí como joven investigador y veía que las obras salían. Que por primera vez alguien internacional se había interesado en esas obras. Fue un proceso muy complejo por temas de falsificación y otros asuntos en los que tuve alguna incidencia, pero esa es otra historia. Patty había comprado muchas de esas obras en ese momento. Y entonces, décadas después, me las re-encontré en su colección.
Nos presentó Paulo Herkenhoff cuando yo estaba en Americas Society, él estaba en MoMA en ese momento. Cuando me fui al Blanton Museum en Austin en 2003, una de las cosas que me tocó hacer fue reactivar el Seminario de Posgrado e Investigación Cisneros que Mari Carmen [Ramirez] había empezado, pero que se suspendió cuando ella dejo esa institución. A mí me tocó emprender un proyecto de reconstrucción. Entonces vi que, entre lo ya programado, había una serie de exposiciones de la CPPC, así que le propuse a Patty que hiciéramos una gran muestra de la colección, en lugar de las tres menores que estaban ya previstas. Y hacerla dentro del marco del seminario de investigación para que los alumnos pudieran participar de todo el proceso de curaduría. Le gustó la idea y el resultado fue la exposición «The Geometry of Hope» [La geometría de la esperanza], que inauguramos en Austin y después fue a Nueva York, convirtiéndose en un gran éxito de prensa. El timing de la muestra hizo visibles obras que habían estado varias veces antes en Nueva York –incluyendo en la Americas Society cuando yo estaba ahí– pero que poca gente había visto. En ese proceso, Patty me planteo que trabajara al frente de la CPPC, y acepté. Empecé a trabajar con Patty, en 2008.
En 2000, ¿dónde estabas?
En enero de 2000, llegué a Nueva York a dirigir la Americas Society. En eso estuve hasta mediados de 2003, cuando me fui a Austin. Me tocó un momento muy difícil en la Americas Society. Me tocaron cuatro presidentes en tres años. Había mucha inestabilidad en ese momento. Era una institución muy valiosa, pero muy compleja. ¡Y nos cayeron las torres encima! Justo era el día que inaugurábamos «Abstract Art from Rio de la Plata», la muestra curada por Mario Gradowczyk y Nelly Perazzo. Yo estaba de corbata y listo para salir, cuando veo el humo emergiendo. Obviamente, tuvimos que cancelar e inauguramos unos días después. Eran momentos muy inestables los que me tocaron cuando llegué a Estados Unidos. Me contrataron desde Madrid para dirigir la institución. Pero para mí fue un salto inconcebible. Nunca había estado en Estados Unidos. No era de esas personas que se mueren por vivir en Nueva York y piensan que es el centro del universo. Y todavía no lo soy a pesar de los años que llevo allí.
¿No?
Es un lugar que no forma parte de mi sueño. Pero bueno, surgió esta oportunidad y fue muy buena. Ahí aprendí muy rápido el sistema norteamericano. No lo conocía. Ya tenía referentes latinoamericanos y europeos, así que aprendí cómo Estados Unidos enfrenta de manera muy diferente las cuestiones latinoamericanas.
¿Cómo ves esa relación? ¿Lo ves como un acercamiento valioso o contraproducente?
Ese tema es muy, muy complejo porque tiene ese doble filo. Por un lado, Estados Unidos es un país que absorbe todo. Un país en que rige un sistema capitalista avanzado. Eso significa que todo es posible; que todas las diferencias eventualmente se aceptan porque se vuelven objetos de consumo. Es muy diferente al europeo. Lo ves en el sistema político. O sea, al europeo se le ocurre que hay unos habitantes originales y que todo lo otro es extranjero y diferente. Recuerdo, creciendo en Inglaterra, que la extrema derecha pensaba que se podía repatriar a los inmigrantes para volver a su país originario. Hasta que apareció Trump eso nunca había sido un discurso político mainstream en Estados Unidos. Es un país que acepta todos, sobre la base de un proyecto de asimilación en un mercado de diferencias.
Entonces, el fondo demográfico y político difiere mucho en Estados Unidos con relación a Europa. Una cosa que me llamó la atención era como muchos curadores americanos aceptaban el sistema de mercado de forma natural. Eso para mí fue un shock muy grande. Hablaba de ciertos artistas que me interesaban mucho y lo primero que me preguntaban era: «Which gallery are they with?» Yo estaba acostumbrado a un sistema en que los mejores artistas en Latinoamérica no tienen galería. Para muchos artistas famosos en ese momento tener una galería en Chelsea no era algo importante o deseable, se resolvían la vida de otra manera. Luis Camnitzer se ganaba la vida dando clases, por ejemplo. Pero los curadores norteamericanos en mi experiencia confían mucho en el mercado. Al estilo Adam Smith; el mercado selecciona lo mejor y te lo trae a tu puerta por su mano invisible.
Todo eso hay que navegarlo; hay que saber cómo es el país, cómo opera y cuáles son las posibilidades. Ha cambiado mucho el país y hay que reconocer que es un motor importante. Se han estado haciendo cosas muy válidas que los museos han ido incorporando de manera inteligente. Antes de estos últimos 15 años en los que gira nuestra conversación, los museos hacían blockbusters latinoamericanos: «Ahora vamos a hacer esto y después lo olvidaremos». Entonces, la entrada reciente de estos programas orgánicos en el MoMA, el Tate, etc., tiene su valor porque van sistemáticamente nutriendo la colección. Eso ha sido un paso radical porque era inconcebible hace 20 años. Inconcebible. Te hacían estas muestras con nombres como «Celebrate no sé qué», «New Art of XX», etc. Muy estereotipadas. Se criticaron bastante en su momento. Hay mucha literatura sobre esta crítica, en contra de estereotipos como «lo fantástico», etc. Y la solución fue esta otra. Eso se pudo hacer también porque los museos norteamericanos entienden que su público político es ese. Todos los museos con los que hablo y los que se acercan a nosotros, dicen cosas como: «Tengo un 30% de población hispánica y no sé qué hacer». O: «No tengo un solo trustee latino»; «no tengo a nadie hispano en el staff». Ellos se dan cuenta de que tienen un problema de segregación. Están conscientes de eso, y ese es un factor importante en las decisiones.
El museo europeo no se preocupa tanto por eso. El origen del museo europeo es diferente. Son colecciones de su aristocracia . Su política está en otro lado: en la del acceso a la ciudadanía de objetos que antes eran de pocos. En Estados Unidos no es tan fácil. No hay aristocracia. Estas colecciones se formaron hace poco y están al servicio de una comunidad, que es el consumidor: un cliente. Son corporaciones que responden a su clientela. En Europa son estructuras más antiguas, más sólidas. No sé si sólidas. Más tradicionales, por lo general. Estoy híper-simplificando para explicar de dónde vienen las diferentes usanzas. El museo norteamericano tiene más una obligación de pensar en su público como su shareholder. Su accionista.
Eso es bueno en cierta forma.
Sí, en muchos sentidos es muy bueno. Pero, claro, ahí tienes otro problema, y es que de ese 30% de población hispana en Estados Unidos, mucha es inmigrante y es de clase baja; personas que viven ya sea en ilegalidad o en legalidad. Pero la experiencia latina o hispana en Estados Unidos no es la latinoamericana, cuyo arte, generalmente, es más de elite, de un nivel socioeconómico de clase media para arriba. La relación de la intelectualidad con la clase social es estrecha. En Estados Unidos se genera ese otro conflicto. Dicen: «Queremos hablarle a esta comunidad latina de su experiencia» y traen a un artista de la burguesía cosmopolita latinoamericana. Entonces, se genera una discusión a veces interesante, a veces frustrante, entre qué significa ser latino (o latinx) y qué latinoamericano.
¿Cómo ves el tratamiento que en los últimos años están dando al arte latinoamericano los grandes museos como MoMA o Tate? En principio, me parece positivo que el Tate tenga una programación de arte latinoamericano con curadores asignados y todo. Sin embargo, tengo mis dudas. La buena voluntad existe, pero me pregunto si de verdad se transmite en algo concreto. No lo veo tan elaborado, a fin de cuentas. Lo veo más bien como algo arbitrario. No nos dan un hueso con carne, digamos.
¿Detectas algún resultado en la misma América Latina? ¿Algún desarrollo constante y tangible?
Mira, yo he cambiado mucho de opinión. Para mi generación, el MoMA era el enemigo. Leíamos papers sobre cómo el MoMA era el gran represor de América Latina y cosas por el estilo. Wifredo Lam al lado del guardarropa y todo eso. Ahora lo veo más de cerca, en parte porque trabajo con ellos y veo el funcionamiento por dentro. Creo que es meritoria la manera orgánica como, poco a poco, Latinoamérica se ha ido integrando al museo, y obviamente Patty ha sido fundamental en esa historia, desde hace décadas. Se evidencia, por ejemplo, en el montaje de la colección permanente, en los programas públicos, en las publicaciones… Se va sacando el tema latinoamericano del gueto. En cualquier exposición —sobre arquitectura móvil o lo que sea— generalmente hay un ejemplo, o varios, latinoamericanos. Para mí eso era el sueño: que no fuera algo siempre visto dentro del marco de la diferencia, sino como parte de un repertorio más amplio.
El museo que más ha conseguido esta integración ha sido el MoMA. Creo que es válida la manera como el arte latinoamericano se ha normalizado. Sea cual sea el tema, ya está incorporado. Recuerdo, por ejemplo, que en una sala de la colección permanente estaban [Alejandro] Otero, [Josef] Albers, [Ellsworth] Kelly, Willys de Castro y Max Bill. Lo interesante es que la obra que menos se había visto en todo ese conjunto, la que había tenido menos exposure, era la de Max Bill. Entonces, llegas a esa rareza: el latinoamericano es más visible y ayuda a recuperar a un europeo del sótano, cuyas obras habían estado ahí desde los años 60. Me parece que ahí tenemos un ecosistema más integracionista y más interesante.
Veamos, por ejemplo, la experiencia de Texas. ¿Qué me gustaba de un museo como el Blanton? Era un museo pequeño, un museo universitario que generaba conocimiento específico. Primero con Mari Carmen con una serie de exposiciones importantes como “Realigning Visions”. No eran proyectos esencialistas, como «el arte de tal o cual cosa». Eran proyectos específicos, como después lo fue «The New York Graphic Workshop: 1964-1970», o las individuales que organizamos de Jorge Macchi o Waltercio Caldas … Exposiciones que permitían ir en profundidad, ser muy específico e introducir al sistema material nuevo. Poder hacer cosas que no fueran populares o populistas, que no fueran sexi para el mercado. Sin esos programas universitarios, no tienes a esos futuros curadores, a esos conferencistas para los programas, a esos escritores para los ensayos. Antes no había programas de doctorado o maestría en arte latinoamericano. En mi época, había Essex y Austin. Ahora tienes a Columbia, a Yale…
Gabriel Perez-Barreiro es doctor en Historia y Teoría del Arte por la University of Essex (Gran Bretaña), con maestría en Historia del Arte y Estudios Latinoamericanos por la University of Aberdeen. Es autor de numerosos libros y artículos, y ha dictado conferencias sobre arte moderno y contemporáneo de América Latina en varios continentes. Hoy es el asesor principal de la Colección Patricia Phelps de Cisneros y reside en Nueva York. Sus cargos incluyen el de director y curador en jefe de la CPPC (2008-2018); curador de la XXXIII Bienal de São Paulo (2018); curador de Arte Latinoamericano en el Blanton Museum of Art (2002-2008); curador general de la VI Bienal del Mercosur en Porto Alegre, Brasil (2007); y director de Artes Visuales de The Americas Society en Nueva York (2000-2002).