Capítulo 24
Este texto foi publicado originalmente no Museo Efimero del Olvido. Para acessar o artigo original ver http://efimero.org/textos-invitados/
En varios de los proyectos reunidos por el museo efímero del olvido, se hacen perceptibles dos líneas. La primera es el interés por el cultivo, la comida y el trabajo en comunidad; la segunda radica en el señalamiento de las nuevas ruinas, esos despojos creados sea por la introducción de nuevas tecnologías, sea por flujos de capital. Este texto entra a explorar la raíz de esas inquietudes.
Si reuniéramos todo el oro del mundo en un solo lugar, conseguiríamos construir un cubo de 21 metros de arista, cuyo peso estaría en el orden de las 171.300 toneladas. Un cubo semejante a un edificio de seis pisos, compacto, dorado y brillante; y, sobre todo, un cubo que, entonces, ya no costaría nada, o costaría su peso en hierro o en piedra, o en bananos, pero no en oro. Porque apilado, rígido y, sobre todo público, nuestro precioso metal habría perdido absolutamente todo su valor. O por lo menos su valor de cambio.
Si decidiéramos ya no compactarlo, sino dispersarlo, tomaríamos el total de toneladas para dividirlo por el total de habitantes del planeta, 7.000 millones. Entonces enviaríamos por correo 24 gramos a todos y cada uno de los individuos del mundo, cuya gran mayoría –digo un 95 por ciento– abriría el paquete con una sonrisa en el rostro. De cualquier forma, una vez más, el oro habría perdido su valor. O por lo menos su valor de cambio.
Esto porque, en una u otra hipótesis, el oro ya no podría ser cambiado. En el primer caso, habría perdido su condición de fluido, su liquidez y con ello, su capacidad de circular en el mercado. De transformarse ora en una, ora en otra cosa. En el segundo de los casos, habría perdido su condición de sólido, de reserva que asegura, con el monopolio, el valor, lo que le impediría transmutarse. En efecto, el dueño del correo tendría que robar muchas cartas para, formando un montoncito, convertir nuevamente el oro en valor.
De un lado está el banco, de otro está el mercado; de un lado la reserva, de otro la circulación. Ahora bien, el oro tiene otra particularidad. Entre más tengamos, más aumenta su valor. A comienzos del siglo XVI, Europa tenía una cantidad total de oro calculada en 90 toneladas, un cubo que bien cabría en un cuarto, tal como el cuarto lleno de oro que Atahualpa le mostró a Pizarro con la esperanza de que si se lo entregaba junto con otros dos llenos de plata, lo dejaría en libertad, a él y a su pueblo. Como es sabido, la estrategia no sólo no funcionó sino que dio en todo lo contrario. En los próximos tres siglos España tiraría de América para enviar a Europa 700 toneladas, número que sólo aumentó en el siglo XIX, y que en el XX, con los nuevos métodos de extracción, se enloqueció, hasta llegar a las 171.300 toneladas aproximadas del día de hoy.
De cualquier forma, entre las 90 toneladas del 1500 y las 700 enviadas a España, hay una diferencia categórica, pues, mientras las primeras eras joyas o monedas; las segundas son capital, esto es, una substancia que parece reproducirse a sí misma. En otras palabras, el dueño de un lingote de oro, en un año ha de tener su lingote y unas cuantas onzas; de otra forma, el lingote estaría muerto, inerte, sería moneda parada y no capital latente. Por eso hay que proveerle al dueño del lingote más oro, que a su vez generará más oro, y por eso nunca es suficiente. Pizarro y Cortés, generadores de capital a rigor, lo supieron antes que sus primos europeos.
Oro capitalizado y, por ende, oro “capaz” de generar más oro. Pero como todos sabemos el oro no se genera solo, sino que lo que está debajo de él son horas y horas de trabajo humano, ese oro era el pasaporte para expropiar tierras y, en consecuencia, quedarse con el trabajo de los expulsados que tenían que salir a buscar su pan vendiendo sus propios pellejos. En el siglo XVII, Quevedo lo dice en pocas palabras: oro que “al natural destierra/y hace propio al forastero”. En resumen, el oro que fue extraído en América por los indios desposeídos y por los africanos esclavizados, en Europa sirvió para expulsar de sus tierras a los campesinos y siervos, para extinguir las áreas comunales y para convertir hasta el último resquicio de ese continente pequeño en propiedad privada. El capítulo 24 de El Capital se encarga de recorrer el proceso.
Ahora bien, el oro es el pasaporte para expropiar, porque manteniendo la ilusión de que se reproduce a sí mismo, exige que todos trabajemos para él. Mantener el valor de 171.300 toneladas de oro y de todo lo que esto trae consigo, es la tarea principal de nuestro mundo. Y si bien en 1971, el oro deja de ser el soporte del dólar, no por eso pierde un átomo de valor. Es más, sucede a la inversa, el valor se duplica, en lingotes o en papeles, perdiendo cualquier freno. Y como el valor entre más crece más debe crecer, la carrera es imparable.
En este momento, todos estamos exhaustos de correr para mantener, es decir, multiplicar, el valor de esas 171.300 toneladas de oro y de los miles y miles de kilómetros cuadrados de billetes. El cansancio general que nos asecha, que nos consume, y que compromete la salud del planeta proviene de ahí, de mantener esa ilusión de que tales toneladas valen en sí, de que el oro puede producir más oro, de que el dinero puede producir más dinero, como si se tratara de un elemento alquímico. Ese espejismo constante nos arranca a todos y a cada uno de nosotros el tiempo: no tenemos tiempo porque el tiempo –horas de trabajo– es oro.
Tal cansancio se hace perceptible a través de muchos de los proyectos del museo efímero del olvido, aquí las obras lo abordan sea como tema, sea como posibilidad de quebrarlo, específicamente a través de dos asuntos fundamentales. El primero, el trabajo con huertas, semillas y comida; el segundo, el abordaje constante de las modernas ruinas que plagan nuestro entorno, ruinas que se dan por implementación de nuevas tecnologías y expropiación de lo público.
El primero de los puntos, el cultivo, es abordado como un tema-acción que, lejos de ser la propuesta de un retorno a un pasado idílico, se da como posibilidad ante el presente: el proyecto de trabajar para generar productos, no capital. Es decir, trabajar para producir cosas, no burbujas. El anhelo general de nuestros días, por tener una huerta en casa, no es una casualidad, obtener un tomate siempre será más real que generar un cheque al final del mes. El trabajo con el cultivo tiene una raíz compartida con el sueño de la huerta en casa. La diferencia, sin embargo, no es de escala; no se trata de que la huerta en la terraza sea pequeña y el cultivo sea grande, estaría por el contrario en que el segundo implica un núcleo humano, en efecto, una comunidad. Así, no es el paliativo del sinsentido, sino que sería, en sí mismo, otro sentido, una salida al sentido denominado “valor de cambio”.
Cultivar como una actividad conjunta, comunal, no individual. De una parte, porque para cultivar se necesitan muchos; de otra, porque esa actividad hace necesario un conocimiento que solo se puede mantener por generaciones, conocimiento este cada vez más amenazado por las formas de monocultivo y la introducción de agroquímicos. El cultivo implica una tradición, un pasado-actual, cada planta es resultado de diez mil años de historia y cada plato de comida devenido de esa planta sumará otra cantidad de información. La biografía humana se mezcla con la biografía del que come: una mazamorra me habla de mi abuela, a la vez que me cuenta toda la historia de la tierra y de su pueblo. Si el maíz creó al hombre, el hombre creó el maíz. Finalmente, ese interés está muy relacionado con otra posibilidad de comprender el trabajo humano, uno que no sea entendido como el castigo cristiano, la venta de horas capitalista o la sistematización comunista de la primera mitad del siglo XX; en suma, un trabajo que no esté abstraído de la vida, sino que sea vida en sí misma.
En el segundo punto, proyectos sobre nuevas ruinas, varios artistas encuentran el eje de su obra en el abandono: casas al lado de caminos comunales inutilizados, vías enormes que jamás fueron concluidas, las antiguas chimeneas de las fábricas de comienzo del siglo XX, colegios que pararon sus actividades o enormes antenas de recepción de ondas que fueron abandonadas en medio de la nada por el progreso, en la carrera sin fin de la modernización.
En esos proyectos, las palabras que comienzan con re son predominantes: recuerdo, retener, rescatar, revisitar. Un re que aparece como la necesidad inminente de capturar un tiempo perdido, inutilizado, un pasado que, aunque muy cercano, parece milenario por la falta de uso. Todo el trabajo realizado, el enorme esfuerzo que supuso levantarlo, ha quedado vacío de valor, se ha perdido. Las ruinas son testimonio de esa pérdida, de esa ausencia de para qué; de ahí, la necesidad de volver sobre ellas, exponerlas, visitarlas, para preguntarse ya no por lo que fue, sino por lo que estamos haciendo ahora. En resumen, ese interés de exponer los restos y sobrantes, lleva a la pregunta directa sobre el por qué y el para qué de nuestro esfuerzo actual, aquí y ahora.
La inquietud latente que recorre decenas de las obras con las ruinas no es un problema del pasado, sino sobre el presente, pues todos sabemos, aunque no sepamos nada, que una vez levantemos una torre, ésta será abandonada para comenzar una carrera enloquecida que nos llevará a levantar una nueva estructura, pues, como dije arriba, el objetivo no está la torre, sino en aumentar algo que no existe en sí, el valor.
Y entre todo esto, entre uno y otro asunto, desde las huertas comunales hasta las antenas que dejaron de ser modernas para convertirse en elementos ancestrales de una Colombia perdida, desde la memoria de los alimentos hasta las chimeneas de las fábricas abandonadas, es posible afirmar que hay una inquietud compartida. Un denominador muy propio del arte actual, es decir, de aquel propuesto en el último medio siglo, esto es, tornar el arte vida, o disolver la barrera entre ambos; pues si la vida se volvió el artificio de sostener la ilusión del valor; entonces el arte ha de convertirse en vida para buscar lo real, y con esto romper el hechizo en el que estamos hace ya unos cinco siglos.