Discurso salvaje, Néstor Gutiérrez
Atenienses:
Un mal contagioso ha invadido la Grecia, mal funesto que hace
necesarias vuestra vigilancia y la protección de la Fortuna. Los ciu-
dadanos más notables que cada Estado ha creído dignos de dirigir
sus asuntos, abjuran de la libertad, y adornándose con los nombres
de huéspedes y de amigos íntimos de Filipo, evocan y preparan la
servidumbre.
DEMÓSTENES
(Acusación contra Esquines en el Proceso de la Embajada)
Estoy parado en la fila que ordena la entrada de la cafetería. Pienso que debe haber algún problema porque no avanzamos hace cinco minutos. Avanzamos un poco. Otra vez nos detenemos durante un tiempo prolongado. Y cuando finalmente estoy en frente de la entrada me doy cuenta que el último tiquete que tenía ya no está conmigo. Siento un punzón en el lóbulo derecho; primera advertencia de migraña. Quiero razonar con la persona encargada de recibir los tiquetes pero desisto de la idea rápidamente. Me doy la vuelta. Veo la gran fila enfrente. Hago lo posible por no gritar. Bruscamente retiro la maleta de la persona que está al lado mío para emprender el retorno. Me abro camino entre la multitud hasta salir. Respiro profundo. Otra vez. Pienso en lo desagradable de repetir la fila. Me resigno. Me dirijo hacia la ventanilla donde venden los tiquetes sin tener que caminar mucho. Esta fila también es larga, no tanto como la primera pero lo suficiente como para hacerme dudar. Las dos personas que están al lado mío hablan duro y al mismo tiempo. Gritan. Están eufóricas. No puedo entender que alguien se exprese con tanta emoción dadas las circunstancias, que si bien no son exactamente las mismas mías, por lo menos compartimos el clima inclemente y el tedio de la espera. Siento rabia y quiero callarlas pero no me atrevo. Me pongo la maleta encima de la cabeza para disminuir un poco el sol pero la maleta pesa y mis débiles brazos se quejan. Prefiero dolor de brazos que dolor de cabeza.
Tres sujetos saludan a las personas de adelante, quienes no disimulan su emoción y la demuestran efusivamente. Se abrazan y se besan. Gritan. Todos gritan. Los sujetos entran en la fila justo adelante mío. Uno de ellos se percata de mi seriedad y me pregunta si hay algún problema. Me demoro en responder. Respondo “no, ningún problema” con mucha dificultad. El sujeto nota mi hipocresía sin darle mucha importancia. Se da la vuelta e inmediatamente entra en la conversación de su grupo, que más que una conversación suena como el murmullo caótico de un bosque. Miro el reloj, tengo poco tiempo para almorzar. Siento la necesidad de culpar a alguien pero antes de hacerlo mis pensamientos cambian de rumbo en estampida ocupándose de nuevo del efecto del sol sobre mi cabeza; segundo punzón.
El grupo de amigos adelante mío sale de la fila intempestivamente. Me alegra no escucharlos más. Para mi sorpresa solamente tres personas me separan de la ventanilla. Un aire fresco recorre mi cuerpo y me da ánimo para continuar. Las tres personas son despachadas rápidamente. Alisto el dinero. Pago. El individuo de la ventanilla me informa lacónicamente que no tiene cambio. Sin discutir y sin mirarlo salgo de la fila. Me dirijo por segunda vez a la fila de entrada de la cafetería. Otra sorpresa agradable: la fila es más corta de lo que imaginaba. Trato de sonreír sin lograrlo. Estoy tan cerca de la persona de adelante que su larga cabellera me tapa la cara. El olor a grasa y la abundancia del pelo me desestabilizan. Bajo la mirada. Me siento asfixiado. Se me nubla el pensamiento y reacciono. Empujo al individuo de abundante cabellera. Me mira sorprendido con la misma cara que le había atribuido. Lo miro directamente a los ojos, clavándole una mirada del todo malintencionada y levantando ligeramente una ceja. Aún visiblemente sorprendido pregunta: “¿Por qué me empuja?” No le respondo. Me devuelve el empujón y me dice: “¡Qué le pasa idiota!” Le respondo “¿Qué le pasa a usted maldito nazi? Me pregunta: “¿Qué dijo?” Le respondo “¿Está sordo?” Me empuja de nuevo. Le vuelvo a decir “¡nazi!”. Nos miramos a los ojos. Los suyos desconcertados aunque bravos, los míos deshumanizados. Le digo: “Me humilla porque soy moreno” Me responde: “Pero… ¡usted me empujó primero!” Le digo “¡nazi!” una vez más. El amigo lo toma del brazo y le dice que no vale la pena. Antes que responda yo le digo “Claro, no valgo la pena.” Me miran como quien no cree lo que escucha. Niegan con la cabeza, se dan la vuelta y entran a la cafetería. Estar en frente de la entrada me tranquiliza un poco. Escucho que se preguntan “¿qué fue eso?” Saco el tiquete del bolsillo y lo entrego. Se me dificulta pasar la entrada. Me siento débil. Avanzo un poco. Cojo bandeja, plato y cubiertos. Están escurriendo agua. Están calientes, sudando. Los acaban de lavar y sin embargo se evidencia el aliento de la persona que los usó hace pocos minutos. Digo: “Pocos fríjoles y póngalos al lado del arroz”, y recibo más fríjoles que lo usual, encima del arroz, mojándolo todo. Después viene la camada de proteína, seguida por la de verdura. Se me viene a la cabeza la imagen de un caballo de carreras. Me pregunto si alguien tiene la capacidad para comerse un plato entero, y recuerdo que soy de los pocos que deja comida. ¿Por qué camadas? ¿Por qué no separar los grupos alimenticios independientemente? Que se toquen pero sin mezclarse.
Mientras llenan mi plato esfuerzo la vista buscando asiento. El reflejo de la mitad superior de mi cuerpo se sobrepone al cuerpo de la persona parada enfrente mío del otro lado del gran vidrio que separa barra de servicio y comedor. La imagen me causa escalofrío. Fríjol, 1 cucharada (93 cal.)/ Arroz, 1 cucharada (156 cal.)/ Polenta cremosa, 1 porción (101 cal.)/ Pollo a la milanesa, 1 porción (251 cal.)/ Mini-pan, 1 unidad (47 cal.)/ Ensalada de lechuga batavia, 1 porción (8 cal.)/ Refresco de naranja, 1 vaso (91 cal.). Paso la entrada que controla el acceso al comedor. Miro alrededor buscando asiento. No parece haber libres. Me detengo al lado de una persona cuyo plato está casi vacío. Ella habla con el individuo al lado derecho suyo. Son las únicas personas que veo hablando en el perímetro, el resto trata de comer. Miro alrededor de nuevo. Cuento las mesas en voz alta, quizás para anular mis pensamientos, quizás como mecanismo de defensa, y cuando digo “quince” la persona del plato casi vacío me mira. Parece incomoda con mi presencia. La miro con desprecio. Ella descifra la posibilidad de un altercado, como si fuese especialista en el lenguaje de los ojos. Prefiere evitar disgustos. Se despide de su interlocutor, agarra la bandeja, se para y camina hacia el aviso que dice ‘devolución de bandejas’. Yo me siento. El asiento retiene el calor de la persona que acaba de levantarse. Siento una gota de sudor bajándome por la frente. Tengo las axilas empapadas. La espalda también. Siento asco de mi cuerpo. El individuo sentado a mi derecha se levanta rápidamente derramando mi vaso de jugo. Me dice: “perdón, fue sin querer”. No lo miro. Pienso que lo único que quería era el jugo. Veo la protuberancia de comida frente a mí. Miro hacia la izquierda, hacia la derecha como buscando escapatoria. Me retiro el cuello de la camisa con la mano. La luz de adentro es blanca límpida y helada. La entiendo como una provocación. Contradice el clima. Se burla de nosotros en nuestra cara. Las ventanas están abiertas pero el ambiente es tan espeso que las moléculas del aire parecen más sólidas que las paredes. Hule amarillo rellenando los huecos. Muchas de las personas alrededor mío viven por aquí, las conozco. Si no desconfiara de mi memoria aseguraría que siempre venimos los mismos. Pienso en el incidente con el peludo, y aunque no me cabe la menor duda que yo lo provoqué, le guardo rencor y siento necesidad de insultarlo de nuevo.
La persona del lado separa el pan en pequeños trozos, los deja caer en el plato y mezcla todo. Parte de la comida cae sobre la bandeja. La recoge y continua mezclando. Miro el resultado. Pienso que es una premonición. Aquel plato es un símbolo. Miro hacia arriba y veo una retícula interminable suspendida sobre el techo negro, cuadrados de madera blancos que se repiten. Creo que voy a desmayarme pero me recupero en breve. El piso, también negro, reverbera en el techo interminablemente, como dos espejos enfrentados, dos espejos negros. El uno repitiendo pequeños relieves circulares, el otro cuadrados. A mi derecha hay una persona parada cargando su bandeja. La miro. Ella me hace entender que se quiere sentar. No le respondo. Me pregunta si voy a demorarme. Me seco el sudor de la frente en un solo movimiento ligero y le respondo: “Todavía no he comenzado”. Me levanto al instante. Salto encima de la mesa. La persona hace una expresión infantil que me anima a continuar. La única señal de vida que percibo dentro de la cafetería. Tomo fuerzas en esa imagen y comienzo:
Compañeros:
Estoy aquí con ustedes. Así es. Si algo importa en este momento es demostrar mi presencia, nuestra presencia, afirmarnos como presencias, rechazando la disminución de la que hemos sido víctimas al enfrentar éste lugar productor de zombis. Compañeros, estamos siendo contagiados con un letal virus. Cada vez que nos sometemos a los rigores de esta máquina arquitectónica, cuando entregamos nuestros cuerpos a la disposición espacial de esta cafetería, nos es arrebatada la vida durante el tiempo de permanencia, como una apoplexia inducida. Mientras más frecuentamos este lugar, la duración de su efecto sobre nosotros se extiende y se acumula asaltándonos en diferentes espacios y momentos de nuestra cotidianidad, ya no exclusivamente cuando estamos aquí adentro, sino también en nuestros hogares, mientras trabajamos, durante nuestros momentos de ocio. Su presencia adquiere la dimensión de omnipresencia. En este lugar cada elemento ha sido estratégicamente ubicado. Piensen en el vértigo provocado por el color amarillo quemado de las sillas contrastando con el negro brillante del piso. O la gran retícula blanca tapando el oscuro techo que nos induce a compartir su estado de suspensión, o el desfile de luces blancas que nos introduce en una vitrina maligna falsamente ofrecida como redención, o el contacto metálico con esos fiscales que nos esperan a la entrada. Piensen en el alambre de púas que corona la cerca que rodea el edificio. Piensen en las falsas paredes color crema, negro y amarillo, o en la señalización de aeropuerto. Compañeros, se nos quiere sustraer del espacio y del tiempo mientras cumplimos con nuestra necesidad diaria de alimentarnos. Se nos quiere arrebatar nuestro suspiro vital, ausentarnos de nosotros mismo, pero señoras y señores, estamos presentes. Aprovecho nuestra convergencia y pido unos minutos de atención para expresar algunas ideas sobre la vida y sobre la muerte.
Dirán que la muerte no les incumbe, que centre mi discurso en lo que se refiere a la vida. Que hable por ejemplo del sol que nos cubre con su manto incondicional, del aire que llena nuestros pulmones, de las bellas aves coloridas que nos observan con compasión desde las ventanas de nuestro limbo, del robusto océano, de los alimentos… “¡No queremos más sofistas!” grita aquel individuo de la esquina. Estoy de acuerdo pero agregaría: ¡No queremos más eufemismos! El menú de hoy: Fríjol, 1 cucharada (93 cal.)/ Arroz, 1 cucharada (156 cal.)/ Polenta cremosa, 1 porción (101 cal.)/ Pollo a la milanesa, 1 porción (251 cal.)/ Mini-pan, 1 unidad (47 cal.)/ Ensalada de lechuga batavia, 1 porción (8 cal.)/ Refresco de naranja, 1 vaso (91 cal.). Pensamos que la comida nos proporciona energía vital y agradecemos al recibirla. Pero las 251 cal. de pollo no son de cualquier tipo de pollo. Esto compañeros –me agacho y meto la mano en el plato del vecino- es una especialidad africana milenaria. Esto –lo señalo- es conocido bajo el nombre de Pollo a la Egipcia.
Todos los días a la hora del almuerzo y a veces también al cenar, nos prestamos dócilmente y agradecidos, para recibir una momia que irrumpe nuestros organismos como un fantasma. Su presencia es activa. Lentamente, respetando el proceso digestivo, se adhiere a nuestras carnes en un acto de sincretismo del mayor refinamiento. Siempre silenciosa, como corresponde a su condición, se nos entrega postrada sobre el plato siguiendo la lógica de rituales de sacrificio milenarios. Un sacrificio doble compuesto por la pareja ella/nosotros. Es así como la momia comienza la labor de inducirnos a su limbo existencial. El regalo de la vida eterna. El regalo de la muerte. Existen hipótesis que interpretan el sacrificio de la momia como su propia voluntad de dejar el limbo y, mediante el ofrecimiento de su cuerpo, darse a la muerte absoluta, donando su condición a otra entidad, en este caso nosotros. A todas luces una hipótesis errada, cuando la condición de muerto viviente excluye la posibilidad de actuar con voluntad propia. Una momia no escoge, una momia es usada. Cabe a nosotros preguntarnos quien administra las momias. Me rehúso a continuar comiendo en esta cafetería hasta saber quién, quienes o qué dispone de las momias y con qué fines. Por todo lo anterior los invito a que le cierren la boca a la momia, a que rechacen su provocativa invitación.
Estimados compañeros, los invito a que se unan a la Gran Huelga de Hambre de la Cafetería, aquella que será recordada por nuestros hijos, nietos y bisnietos como la mayor tentativa de esclarecimiento administrativo, saneamiento espacial y revolución alimenticia en este lugar. No sólo pedimos cambio de carne y mudanza inmediata del local de alimentación, pedimos aclarar esta farmacodinámica sombría, solapadamente obscurecida. No estamos negociando, ¡estamos exigiendo la verdad! (La multitud entusiasta se levanta de los asientos, aplaude, se anima en medio del acaloramiento).
Un sujeto se sube a mi mesa. Le digo que la mesa es mía: “Esta es mi tarima”. El personaje ríe, seguramente tomando mis palabras como broma. Lo empujo. Cae al piso y se sumerge entre el mar de gente. Asoma la cabeza y parece gritarme algo. No lo escucho. Su presencia se deslíe entre la multitud hasta desaparecer. Sólo quedan sus huesos olvidados sobre el piso, invisibles ante el público. El calor aumenta progresivamente con el ruido. No lo soporto. Me reincorporo en mi papel de revolucionario. Les digo “¡Silencio!” Me escuchan y obedecen. Ni un murmullo. Me siento satisfecho, tranquilo. Creo que no necesito más. Pienso en acabar mi revolución ahora, cuando aún estoy ganando. Tengo el silencio como premio. Pero continuo:
Ninguno de ustedes se percató pero un hombre acaba de morir en batalla. Sus huesos, invisibles, están apilados sobre el piso formando la estructura de una pirámide frágil que parece montaña, y cumpliendo las funciones simbólicas de demarcar el perímetro donde se consumó la muerte y recordarla. Percátense de su futuro próximo, tanto invisible como inminente. Inminente, si hacemos caso omiso a la única, la última opción que nos resta: la huelga de hambre. La propuesta es simple en su apariencia, pero eficiente como presión. Vamos a permanecer en éste recinto sin probar bocado hasta que las directrices se dignen a suprimir las momias del menú, lleven a cabo adecuaciones drásticas en las instalaciones de la cafetería, generando un ambiente más acorde y agradable para la actividad diaria de alimentación, y sobre todo, a aclarar el modus operandi (ahora parcialmente desenmascarado), los implicados y la finalidad detrás de la ‘Conspiración de la Momia’. Pero óiganme bien cuando digo que no pueden comer ni un grano de arroz hasta que nuestro pedido sea satisfecho. La viabilidad de nuestra empresa depende de su radicalidad. Esta no es una huelga simbólica como tantas otras. No se trata de una ensayada mise-en- scène, ni de una ocupación de medio tiempo para espíritus inquietos. Cansados de tanta pantomima exigimos hechos reales, y los exigimos dándonos como ejemplo en carne propia de lo que significa ser consecuente con las ideas y con los actos. (Aplausos esperanzados retumban dentro del lugar).
(Un año después)
Atenienses:
De todo cuanto dirá Demóstenes, he aquí, ¡por los dioses
del Olimpo!, lo que me indigna más: el que me compare a las
sirenas. Así como ellas matan a los que ceden al encanto de su
melodía, tristemente famosa, así dirá: “el arte y
el talento de Esquines causa la pérdida de su auditorio”.
ESQUINES
(Acusación contra Demóstenes en el Proceso de la Corona)
Compañeros, me dirijo a ustedes en esta ocasión para conmemorar el primer aniversario de la Gran Huelga de Hambre de la Cafetería. Comenzaré haciendo honor a la memoria de nuestros héroes de guerra, muertos en combate defendiendo la revolución. Aquellos que perecieron valiente y dignamente sobre el campo de batalla después de acciones magníficas, participando activamente de nuestra noble causa, entregando sus propias vidas para defender sus ideas, pueden sentirse satisfechos porque su valentía nos mantuvo en pie hasta el presente día. A estos héroes y a ustedes quiero agradecer por la entrega, confundiéndolos en la misma gloria, que nos une al establecer entre nosotros una misma comunidad de virtudes. Sin su valentía y honor esta revolución no sería posible. Pero también por ustedes y en busca de un mejor futuro para nuestros iguales, es que estamos aquí. Y nos mantendremos hasta conseguir la victoria final.
Hemos sufrido algunas disidencias de revolucionarios sin convicción, y lo que es peor, desprovistos del suficiente deseo liberatorio y guiados por sus falsas consciencias individualistas. ¡Ay! de aquellos que nos traicionaron. Vivirán el resto de sus vergonzosos días como miserables ratas sin consciencia, y eventualmente pagarán sus faltas. Se fueron sin honra y se privaron de compartir con nosotros el magnífico final que nos espera. Pero me niego a continuar desperdiciando palabras en aquellos cobardes. Lo importante ahora es que los que continuamos, permanezcamos juntos, mirando hacia el mismo horizonte de justicia y respeto que nos ha guiado durante los últimos tres años.
Recibí un comunicado esta madrugada. Decía que cederán a nuestra petición de cambiar el color del piso de la cafetería. Si bien es la mejor propuesta que hemos recibido en estos tres años de lucha, está lejos de ser suficiente. No menciono la suma de dinero que están dispuestos a ceder por respeto con ustedes, no querrán saber la falta de decencia con que se nos ha tratado. Si aceptásemos, traicionaríamos las convicciones que nos han mantenido en pie de lucha hasta ahora. Deshonraríamos la memoria de los valientes combatientes que entregaron su vida por servir una causa que excede la dimensión individual de su existencia. Resulta evidente que no podemos ceder ahora. Se trata de un anzuelo para probar nuestro tesón, convencidos de que cederemos ante sus migajas. Es cierto que tenemos hambre, pero unas pocas boronas no la calmarán. Ahora más que nunca debemos resistir, mantenernos firmes y continuar con nuestro ayuno. Estamos más cerca que nunca de ¡la victoria final! Ellos ya empezaron a ceder y la lógica de los acontecimientos nos lleva a inducir que se trata del comienzo de una constante que en cualquier momento desembocará en el cumplimiento de todas nuestras exigencias. Es cuestión de mantenernos firmes en nuestras demandas originales y mantener el semblante. Falta poco para la victoria, lo presiento… (Los revolucionarios comienzan a discutir entre sí. Protestan. Dicen que no continuarán, que tienen hambre. Algunos intentan subir en la tarima a sabiendas de que les es prohibido.)
A pocos metros de mi mesa, royendo huesos de revolucionarios muertos en combate, está la manada de perros salvajes que se instaló dentro de nuestra sede y que acompañó nuestra aventura revolucionaria desde sus orígenes. Son los mismos perros que deambulaban como chacales en los alrededores del lugar, buscando lo mismo que nosotros, alimentación, y que paradójicamente la encontró dentro de nuestra cede revolucionaria. Durante mucho tiempo no quisimos sacar la manada porque cumplía un papel útil al limpiar la sede de cadáveres. Pero siendo ellos los únicos que se alimentan en el recinto, notaron nuestra debilidad física y psicológica, y últimamente perdieron la paciencia de esperar por la muerte de algún revolucionario, o quizás se les abrieron las agallas, y se tomaron la libertad de comer cuando mejor lo considerasen, asumiendo con frecuencia el rol de cazadores. Hoy en día nadie se atreve a sacarlos. Conozco los peligros de dejar mi tarima, aquí soy inmune. Pero sabiéndome arrinconado, y viendo con claridad que los revolucionarios me traicionarán tarde o temprano, decido enfrentar los perros por primera vez.
Cojo mi manta de campaña. Me la pongo sobre el cuerpo, cubriéndolo en su totalidad, desde la cabeza hasta los pies. Me lanzo al vacío. Pienso que no tocaba el piso hacía tres años. Me siento diferente. Cojo la escoba que está al lado de la mesa. Los perros me rodean. No los puedo ver pero siento su presencia. Son diez, quince. Se acerca el primero. Espero con paciencia. Está cerca pero aún no lo suficiente. No se decide a enfrentarme. Espero un poco más. Se acerca tímidamente. Cuando alcanza la suficiente cercanía para atacarme reacciono lanzando un golpe de escoba. El perro chilla y se aleja. Se acerca otro. Lo recibo con un golpe en lo que parecen ser sus costillas. Ahora ninguno se atreve a enfrentarme. Espero un poco manteniendo los sentidos alerta. La presencia de los perros se multiplica, no sé si han llegado refuerzos o si los ánimos de los ya presentes se acrecentaron. Supongo que replantean su estrategia y que ahora serán más cautelosos. Seguramente no estaban acostumbrados a enfrentar la más mínima resistencia, la mayoría de revolucionarios restantes están en peores condiciones físicas que yo. Se acerca un perro. Lanzo un golpe pero esta vez al aire. Tal como lo presentí, ahora son más cautelosos. Siento la presencia de tres acercándose lentamente. Con precaución. Giro trescientos sesenta grados sobre mi propio eje con la escoba como hélice. Al aire. Justo en el instante que paro siento que tiran de la manta. Aprovechan el momento justo y me sorprenden cuando menos espero un ataque. Uno de ellos mordió la manta y hala. Yo pongo resistencia y lanzo un golpe. Esta vez acierto la geta del perro posiblemente rompiéndole algunos huesos. Mando otro golpe. Acierto pero este ni chilla ni desiste. Pienso que es un perro valiente y me alegra su actitud. Empiezan a tirar desde otro punto de la manta. Resisto. Se acercan más perros, siento su rechinar de dientes. Ahora halan por tres flancos a la vez. Ahora por cuatro. Cinco. Ahora por todos lados. La manta se estira. Llega a su máximo nivel de resistencia y se rompe.
Me deshago de la manta, me agacho y enfrento a los perros de rodillas y manos, asumiendo su misma postura. Estoy desarmado aunque lleno de vigor. Ladro. Los perros me miran sorprendidos. Muerdo al que está más cerca de mi. Chilla y se aparta. Los otros retroceden pero mantienen la vista fija en mí. Siento nuestra cercanía, en el fondo queremos lo mismo. Ellos también la perciben. Sin embargo uno, el más grande, que parece ser el líder de la manada, se me acerca. Sé que no tiene intenciones de compartir nada conmigo. También entiendo que el duelo ya está cazado y que el único final posible es la muerte de alguno de los dos, así que lo encaro sin antesalas. Retrocede ante mi ataque. Mide el terreno. Se nota su experiencia. Percibe una pequeña distracción mía y aprovecha para atacar con todo su vigor. Da un salto y casi inmediatamente está sobre mi. Por suerte muerde el cuello de mi camisa, bien almidonado por el tiempo, clavando sólo ligeramente uno de sus colmillos debajo de mi clavícula. Me reincorporo furioso. Le mando la mano con el puño cerrado a la cara. Le doy. Salto encima suyo, le cierro el hocico con ambas manos, lo muerdo en el pescuezo, luego en el cráneo y nuevamente en el pescuezo. Lo suelto para golpearlo con las manos. Lo hago repetidamente. Mi contrincante pierde el equilibrio y cae al piso. Trata de levantarse pero vuelve a caer. Se reincorpora pero en breve cae una vez más. Se repite la acción de nuevo. Me acerco lentamente como quien se sabe dueño del momento y centro del espectáculo. Espero un instante. Verlo postrado en el piso sin la menor esperanza en sus facultades individuales me produce lástima de cierta forma. También me fortalece. Le doy la estocada final.
El resto de la manada entiende la situación. Me reconoce como parte del grupo. Me sacudo y levanto la cabeza en un gesto que da cuenta del final de la lucha y de mi victoria. Aúllo, no como perro sino como lobo. Sonrío como perro y me dirijo hacia la puerta del recinto. Doy un vistazo a la manada. Salimos caminando.