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Desorden, Diseminación y Dudas. El Discurso Expositivo del Museo en Las Últimas Décadas

Nos últimos vinte anos, o museu precisou fazer frente às exigências intelectuais colocadas pelas formas de vida contemporâneas. María Bolaños discute a questão, refletindo acerca da própria maneira de conceber a apresentação de objetos e obras de arte nos espaços expositivos e os discursos intrincados nessas escolhas.

María Bolaños


«Los museos son casas que dan cobijo a pensamientos»

Proust

 


El realizador ruso Alexander Sokurov, el último de los grandes cineastas europeos, ha dedicado algunos de sus filmes más deslumbrantes a los museos. El primero de ellos, Elegía de un viaje (2001), es una mezcla de documental y ficción. En él, la cámara sigue la silueta de Sokurov a través de un largo viaje fantasmal, que arranca en el puerto de San Petersburgo y recorre puertos marinos, ciudades desde el aire y monasterios ortodoxos hasta llegar a un cuadro de Saenredam, Plaza de Santa María, que se encuentra en el Boijmans Museum de Rótterdam. Es una travesía real y lírica, hecha de encuentros humanos y de imágenes fugaces no explicadas, de recuerdos y voces susurradas, de fragmentos musicales que llegan confusa y sordamente por entre el monólogo interior del viajero y un envolvente manto de neblina. Todo sucede fluida e involuntariamente, como en un sueño. Apresado siempre en el horizonte de su percepción —una percepción narrada en planos cortos e inestables—, Sokurov encuentra a su llegada un museo vacío, sin conserjes ni visitantes, y lo recorre como si hiciese un viaje interior, como si visitase un museo mental. Hechizado ante el lienzo, recrea la vida de la plaza holandesa, y las figuras, por una ligera palpitación de su superficie, se vuelven reales, sin abandonar su condición de cosas pintadas.

El filme no es sólo de una intensa y grave belleza, sino que puede leerse como una metáfora del valor simbólico que los museos han conquistado en nuestro tiempo, no sólo en la vida pública, sino en la vida privada de los individuos; de cómo se ha transformado la mirada del sujeto y la vivencia de la visita; de cómo el encierro de cada individuo en el museo puede entenderse como el refuerzo de una visión profana y subjetiva del mundo. El tono grave, serio y hermético del relato cinematográfico es idóneo para evocar la experiencia museística del individuo moderno, donde la conciencia humana y el esplendor del arte se funden en una misma reflexión. Da cuenta, en suma, de cómo el museo ha dejado de ser una institución cultural como las demás para revelarse el último refugio de la fragilidad, de lo máximamente individual —por citar a Harald Szeemann, una de las figuras más singulares e influyentes de estas últimas décadas—; el lugar público mejor preparado para satisfacer esa hambre de intimidad que caracteriza al hombre de fin de siglo(1).

Para llegar hasta aquí, hasta el estado presente, el museo como institución ha realizado una larga travesía, azarosa y radical, como la del viajero de la película. No conviene olvidar que la espléndida vitalidad y la alta significación simbólica de la que viene disfrutando en los últimos treinta años, arranca de una crisis mortal, de la que el museo salió, no sólo derrotado, sino a las puertas de la muerte definitiva. A mediados de los años sesenta, se desencadenó una revuelta contra esta institución de un furor inédito, que alcanzo su auge con los acontecimientos de la primavera del 68. Todo el mundo tenía la sensación, como afirmaba Jean Clair, de que el museo había degenerado hasta lo insoportable, hasta convertirse en un cementerio cultural, un accidente del pasado, como los diplodocus extinguidos (Clair, 1971); una infravaloración que venía reforzada por las condiciones en que estaban sumidos los museos europeos, abandonados por los poderes públicos y por la propia sociedad, aburridos y polvorientos, caóticos y poco amados. El abismo histórico que se abrió entre el arte y el museo hacía insufrible su misma mención. Artistas, conservadores y críticos de arte, historiadores y estudiantes, amateurs y especialistas denunciaron —con una ironía demoledora, como lo hizo, por ejemplo, Marcel Broodthaers— no sólo su estado decadente e inútil, su elitismo, su conservadurismo autoritario y dogmático, su complicidad con el poder y la mentalidad burguesa, sino que negaron su legitimidad histórica e incluso su derecho a existir. Desde ese momento, y así se anunció, «cualquier» lugar podía ser el lugar del arte.

Pero no se trata aquí de hablar de las circunstancias de esta crisis, sino del museo que, casi de inmediato, renació de sus cenizas; de los desafíos intelectuales que, desde mediados de la década de los setenta, impuso a este recién nacido la nueva sociedad postindustrial con sus inesperadas prácticas culturales, que implicaban conmociones en la sensibilidad de los individuos, cambios en los comportamientos de las masas urbanas y profundas metamorfosis ideológicas. Ese giro cultural, cargado de titubeos, disquisiciones y quejas, se ha producido en el seno de lo que se ha bautizado como Postmodernidad. Sea o no acertado el término, lo cierto es que es el seno de este nuevo contexto histórico donde toma cuerpo una nueva generación museística, consciente de la imposibilidad de mantenerse en los límites institucionales del modelo tradicional y de la urgencia por comprometerse con una desconocida y muy compleja situación, emprendiendo un proceso de refundación desde sus cimientos.

Los cambios que empezaron a verificarse a un ritmo muy vivo, aunque de intensidad desigual, fueron numerosos y profundos. Entre otros, la defensa de la vocación democrática del museo, su aspiración a ser un foro de discusión y crítica, la importancia adquirida por los recursos informativos y tecnológicos, el papel desempeñado por la cuestión de las identidades colectivas, minoritarias o no, las exigencias de orden financiero y organizativo, las consecuencias derivadas de su gigantismo planetario, sus ambiguas relaciones con el mundo del ocio, etc.

Pero de las innumerables transformaciones habidas, una de las más interesantes ha sido la referida a la manera misma de concebir la presentación de objetos y obras de arte, no tanto en lo concerniente a las técnicas expositivas —es decir, a la parte «visible» de la exposición—, sino, sobre todo, a las nuevas ideas y modelos interpretativos y estéticos, a los modos de ordenar el saber; dicho de otro modo, a la dimensión «invisible» que subyace en toda presentación visual, por utilizar la conocida expresión de Pomian (1987).

Los modos de mostrar, sea en exposiciones históricas o contemporáneas, permanentes o temporales, no son naturales ni ingenuos. Constituyen un ejercicio de interpretación que encierra significados de naturaleza muy diversa: son decisiones morales, intelectuales y estéticas que proponen al visitante un discurso determinado; suponen un modo de ordenar el conocimiento y de inscribirlo en un contexto mental y cultural que depende de la elección de los objetos, del modo de colocarlos, de la decoración que los acompaña y de todo el conjunto de operaciones al que eventualmente se les somete. Dicho en pocas palabras, el museo produce y legitima valores artísticos, y también, en última instancia, se ofrece como una expresión del modo en que los hombres establecen sus relaciones con el saber.

Por lo que se refiere a estas dos últimas décadas, hay que precisar, de antemano, que buena parte de los impulsos renovadores, los más radicales, se han producido en los museos de arte contemporáneo, que han sido el campo de experimentación pionero y más avanzado, contagiando a la larga a las restantes especialidades —museos de bellas artes y etnográficos, técnicos o de artes decorativas, científicos o monográficos—.

Es aquí donde hay que reconocer el influjo de un grupo de conservadores, de críticos e historiadores del arte, de comisarios y organizadores de exposiciones, de directores de museos y bienales, muy imaginativo y bien preparado, cuyas propuestas independientes han renovado los fundamentos doctrinales de la museología clásica ampliando el campo de estudio con entrecruzamientos multidisciplinares muy sugestivos. Esta Nouvelle Vague —formada por holandeses como Rudi Fuchs, franceses como Jean-Louis Froment, alemanes como Johannes Cladders, ingleses como Nicholas Serota o suizos como Rémy Zaugg— está constituida, como gran parte del pensamiento más pujante del último tercio del siglo XX, por los mismos jóvenes que protagonizaron la revuelta antisistema de hace treinta años, con sus propuestas autogestionarias y desmitificadoras de la cultura. Con esos materiales inventaron una nueva museología no académica, que recogía el espíritu creativo de la revuelta contracultural en lo que ésta tuvo de indocilidad, sentido utópico, defensa de lo subjetivo e intercambio disciplinar, y dieron a todos estos impulsos, en su día arrasadores, un contenido provechoso y constructivo. Y en los últimos cuarenta años han dedicado lo mejor de sus esfuerzos a la refundación del museo, trabajando con rigor, inteligencia y eficacia, logrando salvar el abismo abierto entre el pensamiento contemporáneo y la sede museística.

Uno de los principales frentes de batalla contra el museo tradicional se libró en un plano intelectual, arremetiendo contra su poder normativo en el campo del saber, contra su autoridad para imponer una lectura exclusiva y dogmática del conocimiento —histórico, científico, antropológico, etc.— a través de la presentación de las colecciones. En el caso de los museos artísticos, modernos o no, se había aplicado desde el siglo XIX un discurso histórico positivista, dominado por la ejemplaridad del modelo occidental y basado en una interpretación unilineal e inexorable. En él, cada obra quedaba encuadrada dentro de un orden clasificatorio que iba recogiendo, en cada generación histórica, una secuencia completa de estilos y corrientes —renacimiento, manierismo, barroco, neoclasicismo—,  como si el pasado pudiese encerrarse en un armario de casilleros bien clasificado. Tal modelo expositivo, propio de la razón moderna, se ofrece, así, como un «ámbito de demostración»: permite distinguir y comparar, analizar la evolución de tal o cual pintor, establecer la relación entre el maestro y sus imitadores, la secuencia de pioneros o epígonos, fijar las fuentes y definir los estilos, probar las filiaciones o, incluso, marcar los criterios para la restauración de las obras.

Este mismo modelo se había impuesto también en la lectura del arte contemporáneo, encabezada desde los años treinta por el Museum of Modern Art (MOMA) neoyorquino, un paradigma en su género. Su fundador, Alfred H. Barr, había convertido al museo en una «apología de la anticipación». Y había añadido, a las competencias tradicionales del conservador, una nueva y decisiva, la balística: «Esquemáticamente, uno puede representar la colección permanente como un “torpedo” que atraviesa el tiempo y cuya punta no cesa de alejarse de un origen del que le separan cincuenta años». Cada etapa deriva de la que la precede y origina la que la sigue. Esta idea se visualizaba en una museografía de la «neutralidad» con muros sin decoración,  marcos lisos y negros, moqueta gris, vitrinas metálicas y un modo de colgar los cuadros sin contrastes, con todos los lienzos a 1,42 m. del suelo (Staniszevski, 1992).

Pero la fractura de los años sesenta, trajo, entre otras cosas, un cuestionamiento de la Historia —y de sus convenciones adquiridas—, como instrumento de comprensión. Se rechazaba su arrogancia doctrinal, su ilusa pretensión de revivir la «verdad» del pasado, el valor absoluto de una cronología totalizante y exhaustiva. Fue el Beaubourg parisino dirigido por el sueco Pontus Hulten el que abrió una nueva era en este campo, al diseñar una serie de exposiciones —París-Nueva York (1977), París-Berlín (1978), París-Moscú (1980)— que, sin renunciar a la perspectiva histórica, pues delimitaban un período cronológico, la relativizaban introduciendo conexiones geográficas y cruzando entre sí disciplinas diversas (poesía, cine, pintura, música). Se iniciaba, así, un gusto creciente por las «cartografías» del arte en sustitución de la comprensión temporal. Este planteamiento trasversal, temático, abrirá la vía a los museos para reescribir la historia del arte de la modernidad con una mayor libertad, con criterios teóricos nuevos, en una práctica que se fue extendiendo a las restantes especialidades: museos arqueológicos, pinacotecas clásicas, museos de historia o de artes decorativas, etc.

Poco a poco, se impuso una «epistemología de la recontextualización», que ha favorecido las interpretaciones cruzadas, los paralelismos espaciales, las confluencias interpretativas, y el intercambio de saberes y disciplinas. No se trata tanto de producir «historia» como de producir «sentido» (Francblin, 1995). Tal enfoque ahistórico fue espléndidamente puesto en juego en las exposiciones de Harald Szeemann, en las que se prescindía del continuum temporal en favor de una «poética de la exposición» de gran intensidad, como se reveló, por ejemplo, en Zeitlos (1988), una espléndida muestra de escultores contemporáneos, presentada en una abandonada estación de ferrocarril del Berlín Oriental, que insistía justamente en una afinidad «fuera del tiempo» (significado del título Zeitlos, réplica irónica a un asentado concepto de la historiografía alemana, Zeitgeist, «espíritu de la época»), pues los artistas elegidos estaban más unidos entre sí por correspondencias espaciales y atmosféricas que por su pertenencia a tal o cual generación o estilo, lo que permitía a cada obra de arte conservar su espacio de libertad, sin necesidad de ilustrar ninguna tesis crítica (Millet, 1988). En 1994, Rudi Fuchs en el Stedelijk Museum de Ámsterdam, emprende una serie de exposiciones tituladas Couplet, que distribuye las obras de un artista —en 1995 fue Arnulf Rainer— por diferentes salas del museo, de suerte que en cada encuentro se revelaba un rasgo particular del estilo del artista en cuestión. En el 2000, Serota hacia estallar el historicismo de la secuencia temporal, no ya en una exposición temporal, sino en la colección permanente del museo, al presentar los fondos de la Tate Modern, en cuatro grandes temas —el cuerpo, la memoria, el objeto y la vida real—, trazando su continuidad y los cambios sufridos a lo largo del siglo XX.

Esta nueva flexibilidad en la interpretación del pasado y del patrimonio artístico ha permitido diluir la separación rígida que separaba a los museos por especialidades, abandonar el encierro monográfico y propiciar un intercambio disciplinar, con experiencias que saltan por encima de milenios o de límites científicos. De modo que —con mejor o peor fortuna— museos de arte contemporáneo exponen colecciones de arte primitivo, como se hizo con la escultura cicládica en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) de Madrid; o museos de antigüedades presentan junto a sus piezas creaciones modernas, como se hizo con los monolitos de Ulrich Ruckriem, que dialogaban apaciblemente con el busto de Nefertiti, en el Museo Egipcio de Berlín. Es un nuevo modo de entender el museo de efectos refrescantes sobre algunas centros que arrastraban una vida tediosa y polvorienta y que, al ofrecer visiones inéditas de sus colecciones han logrado arrastrar a públicos nuevos y más amplios. Es el caso del Museo de Artes Decorativas de Viena, cuya excelente colección pasaba sin pena ni gloria, y que al encargar el acondicionamiento de sus salas a grandes artistas contemporáneos, ha atraído a un sector de visitantes más joven. Más sugerente aún fue el género de exposiciones inaugurado en 1990 por el Departamento de Artes Gráficas del Museo del Louvre, tituladas Parti pris, en las que se confiaba la elección de un tema, y de las obras que lo justificaban,  a una personalidad, un filósofo, un psicoanalista, un cineasta, cuyo discurso tuviese un interés en sí mismo. Significativamente, la vía la abrió uno de los intelectuales más potentes del momento, Jacques Derrida, que se dejó inspirar por el tema de la ceguera y propuso su Mémoires d'aveugle. Asesorados técnicamente por los conservadores de la sección, el principio intocable de la exposición era la libertad soberana del autor, cuya propuesta era asumida sin discusión por el museo. Dar la palabra a un profano en un dominio en el que prima la opinión del especialista era tanto como reconocer el fin de un monopolio y comprender que la exégesis del historiador gana cuando se enriquece con otros puntos de vista.

La elasticidad ha afectado también a la jerarquía clásica que tradicionalmente daba prioridad a las estructuras estables (la colección permanente y derivada de ella, la tarea de conservación) frente a las transitorias (la exhibición temporal y, asociada e ésta, la función expositiva), asignando a cada una de ellas estatutos distintos. Hay que recordar que durante los años de agonía, el aliento que le quedaba al museo vivió bajo la forma provisional de la «exposición», que se reveló como un campo de experimentación muy fértil y terminó por convertirse en la forma privilegiada de presentación del arte. Las experiencias de las kunsthallen alemanas y suizas o de las galerías privadas del Soho y el Tribeca neoyorquino, como Leo Castelli o Paula Cooper, ejercieron un influjo decisivo, y desde entonces la exposición temporal ha adquirido un protagonismo estelar, no sólo por su frecuencia y su éxito popular, sino por ser el campo de pruebas idóneo donde experimentar nuevos modelos que luego son aplicados a las colecciones estables.

Por eso se ha debilitado el status exclusivo y superior de los museos con colección. La «lógica de la exposición» se ha impuesto sobre las exigencias de la sede institucional y ha favorecido la pluralidad de lugares de presentación de la obra: museos con colecciones públicas o privadas inalienables, centros de arte sin colección propia, instituciones financieras con colección y sede, colecciones prestadas temporalmente, monumentos históricos que exponen regularmente arte contemporáneo, talleres de artistas, fábricas recicladas, domicilios de coleccionistas o «habitaciones de amigos»(2).

Es cierto que la colección es prioritaria, pues es ésta la que concede al museo su identidad; que el «verdadero museo» lo constituye el inventario de objetos expuestos o guardados en depósitos y almacenes, siendo su presentación publica una decisión  discrecional sometida siempre a las exigencias de la conservación. Pero colección no significa inmovilismo. Fuchs ha dicho que los objetos de museo son como diamantes que cambian de color según la luz que reciben. De ahí la cada vez más extendida práctica, entre pequeños y grandes museos, de someter la colección a revisiones periódicas, para vivificarla y presentarla desde nuevos puntos de vista, monográficos, temáticos, poéticos, documentales; de olvidar el exclusivismo histórico y centrarse en las posibilidades de la obra en sí, en su problematización; de desarrollar, como hacen algunas colecciones, una «política de autor»; de abandonar, en suma, el «esto fue así» del historicismo en pro de un «¿porqué no así?», antidogmático, que promueva sentidos inéditos, correlaciones no vistas, comparaciones significativas.

A esta nueva anarquía ha venido a sumarse el fenómeno del mestizaje cultural de las sociedades tardocapitalistas, que ha ensanchado enormemente el repertorio de lo museable. El telón de fondo sobre el que se yergue el museo contemporáneo es el de una implosión cultural en la que conviven culturas y subculturas —exóticas, urbanas, populares o remotas—, de cuyas formas de expresión, hasta ayer invisibles y marginales, el museo se ha hecho cargo, integrando en la memoria artística todas estas nuevas bellezas, periféricas, plurales y antagónicas, interiorizando las tensiones y las incertidumbres del presente, aprendiendo a contar de una manera nueva las viejas historias y aceptando el vértigo de cánones heterogéneos que conviven babélicamente y que son, hoy, el signo de los tiempos.

Esta nueva conciencia se materializó en diversas exposiciones, entre las que destacó, por su amplitud y por la polémica que desató, la celebrada en el MOMA en 1990, titulada High&Low, sobre las relaciones entre la alta y baja cultura, donde se mezclaban sin distinción objetos del supermercado, tradiciones de minorías étnicas y productos del kitsch urbano, para mostrar hasta qué punto el arte elevado y el arte de masas no cesan de imitarse el uno al otro.

El efecto de toda esta dispersión ha sido un museo desorientador, pues aquella ambición enciclopédica que inspiró al museo ilustrado, su pretensión de «tenerlo todo», ha sido sobrepasada por un post-enciclopedismo laberíntico y desjerarquizado, aún más globalizador, y reorientado en una nueva dirección cuya meta no es tanto «la colección de objetos» como «la comprensión de los hombres». Considerados así, los museos han adoptado una misión más ambiciosa de lo que nunca soñaron, de fondo antropológico, que les convierte en instrumentos de orientación histórica y afectiva, sobre los que se asientan y se legitiman las identidades colectivas, tengan el estatuto cultural que tengan. Por eso, su objetivo debería ser «producir un efecto de conmemoración inteligente, convocar a todos a la construcción de un espacio y de un tiempo potencialmente común», donde poder encontrarse; donde cada individuo pueda imaginar otras muchas vidas paralelas, atravesar numerosos umbrales simbólicos, geográficos y temporales, situados en los confines de universos cualitativamente distintos (Bodei, 1996). Adoptar esta nueva misión no es sólo tarea de los museos históricos y etnológicos, aunque sean éstos, por su naturaleza, los más directamente concernidos, y los que favorecen, por la naturaleza de sus colecciones y la competencia de sus expertos, las propuestas más atractivas, como ha demostrado el Museo de Etnografía de Neuchâtel que, bajo la dirección de Jacques Hainard desde 1980, ha abandonado la etnología clásica, circunscrita al ámbito tranquilizador de «lo primitivo», y observa el planeta entero y la vida contemporánea como un objeto exótico, ofreciendo exposiciones ácidas, irreverentes y llenas de humor.

No podemos concluir, sin embargo, sin mencionar la metamorfosis que se ha experimentado en la otra orilla, donde reside el espectador, aunque no sea tan manifiesta. No podía ser de otro modo en una etapa histórica en el que el auge del subjetivismo y el culto a la individualidad han alcanzado un protagonismo sin precedentes en la historia del museo público. El nuevo visitante ha dejado de ser el «contemplador» racional y distante, la mónada pensante y cartesiana del museo ilustrado —cuya posición frente al objeto museístico tenía como horizonte la información, el pensar y el saber—, para convertirse en un disfrutador que ha sustituido el «conocimiento» por la «emoción» y que se zambulle en un ejercicio apasionado, narcisista y pretendidamente espontáneo del sentir; un espectador tan interesado en el goce sensorial del objeto como en la plenitud del espíritu, con tanto cuerpo como alma. Un visitante, en fin, que se desentiende del prestigio metafísico de la tradición; que no admite la autoridad de un canon, sino que se enfrenta a la comprensión de la obra de arte como un teatro de intercambios, abierto a la interpretación personal y a la duda; que saca sus propias conclusiones.

Tal defensa del «derecho a la interpretación», de la legitimidad de los relativismos estéticos, y la desconfianza frente a las consignas establecidas, han puesto de relieve la cuestión de la «recepción» de la obra de arte, de sus efectos, de todo lo que rodea al problema de la lectura y la comprensión por parte del espectador. Los teóricos de la cultura, los críticos de arte y los filósofos han venido a rehabilitar la figura del lector común, y la necesidad de comprender cuanto rodea a la manera en que la obra de arte es recibida(3), en la convicción de que todo lector, todo visitante, reconstruye una relación personal con el arte, y lo interroga en una situación concreta, no previsible y cambiante. El propio Sokurov se hacía cargo de esta necesidad contemporánea cuando formulaba su visión del arte como «un pretexto que lanza una corriente, una energía destinada a despertar la emoción; estoy convencido de que la profundidad de los sentimientos reside menos en las películas mismas que en la experiencia de los espectadores que las ven» (Baecque, Joyard, 1998).

De acuerdo con esa necesidad, el museo contemporáneo sabe que su supervivencia depende de su disposición para fomentar una experiencia personal y exploratoria, no prescriptiva, en la que el museo renuncie a su dogmatismo institucional y hable al espectador al oído, de tú a tú. Lo cual no significa, como Hannah Arendt advertía en una entrevista, reducir las obras de arte al estado de pacotilla ni apelar al maquillaje informático que «pixela» el objeto museístico, cosificándole. Se trata, más bien, de una promesse de bonheur, que tiene un interés especial para los individuos, en cuanto que les brinda una ilusión de libertad íntima que es consustancial a la manera moderna de entender la relación con la cultura. Dicho de otra manera, el museo ha regalado al visitante de nuestro tiempo la «prerrogativa de preguntar».


BIBLIOGRAFÍA

BAECQUE, A. de, JOYARD, O. (1998): « Interview avec Alexander Sokurov», Cahiers du cinéma, 521: 32.

«BODEI, R. (1996): «Tumulto de criaturas congeladas, o sobre la lógica de los museos», Revista de Occidente, 177: 21-34.

CLAIR, J. (1971): «Un musée sur un plateau», L’art vivant, 19: 16-17.

MILLET, C. (1988): «Interview avec H. Szeemann», Art Press, 126: 42-44.

FRANCBLIN, C. (1995): «Muséologie: le nouveau desordre dans les musées», Art Press, 201: 31-40.

POMIAN, K. (1987): «Entre le visible et l’invisible», Collectionneurs, amateurs et curieux, Gallimard, París.

SCHUBERT, K. (2004): Museo. Storia di un’idea, Il Saggiatore, Milán.

STANISZEVSKI, M. A. (1992): The power of display, MOMA, Nueva York.

WACJMAN, G. y FALGUIÈRES, P. (2004): L’intime. Le collectionneur derrière la porte, La maison rouge, París.


NOTAS

1. L’intime es justamente el título de una las exposiciones más singulares de la temporada pasada en París, en la que se trataba de la relación cotidiana y reservada que el coleccionista mantiene con sus objetos artísticos. Se mostraba, así, lo que un espectador, acostumbrado a conocer las colecciones privadas en el espacio aséptico del museo, nunca ve: quince cubículos que reproducían el vestíbulo, el baño o el dormitorio de quince coleccionistas (Wacjman y Falguieres, 2004)

2. Chambres d’amis (1986) era el título de la exposición organizada en Gante por Jan Hoet, que dispersó toda una serie de obras de arte por las viviendas particulares de sus propios amigos, obligando al público a recorrer la ciudad para visitar los lugares de la exposición.

3. Así, para H-R. Jauss, principal animador de la llamada «teoría de la recepción», lo importante es la interacción dinámica entre producción y recepción de la obra de arte. Jauss pertenece al grupo de teóricos de la Universidad de Constanza que, en esa década de rupturas, promovió una teoría de la recepción de la obra de arte que privilegia el papel de los sujetos y su modo de integrar las percepciones.

Muito proximamente, outro texto de Maria Bolanos faz um retrospecto da evolução museológica com recorte diverso: La Hora del Entusiasmo: los Museos Españoles en las últimas décadas del siglo XX. Mais distante, uma outra conexão entre a frase final deste artigo: “el museo ha regalado al visitante de nuestro tiempo la «prerrogativa de preguntar».”, e a última das cinquenta perguntas listadas em El efecto Philco, por Rafael Polar: “¿Acaso la incertidumbre y la duda no es el motor de todo proceso creativo?”.