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Naufragar em um copo de água

Por Marcelo Exposito [Diario La Vanguardia/Suplemento cultura/s, 01/12/2010]

Aun partiendo del inicio uno se desorienta: la declaración programática de Agnaldo Farías y Moacir dos Anjos para la 29ª Bienal de Sao Paulo expresa la creencia en el “carácter indisociable del arte y la política como principio organizador del proyecto curatorial”. Pero acto seguido se afirma que la dimensión utópica del arte está contenida en el arte mismo. Falso: eso es lo que los comisarios eligen defender, planteando como un principio autoevidente lo que no es sino una construcción discursiva que contradice una parte importante de las experiencias históricas que esta Bienal instrumentaliza. Aquellas que han intentado que el arte llegara más allá, para convertirse en algo diferente de una autoritaria y elitista afirmación de sí como enclave privilegiado.

Una cita poética de Jorge de Lima (“Siempre hay una taza de mar en la que navegar”, 1952) sirve para generar la matriz utopista cuya actualización en diferentes momentos hasta el presente la Bienal pretende demostrar. ¿Cómo se logra hacerla funcional y qué efectos ideológicos opera? Primero se recorta un gesto de una práctica remota aislándolo de un contexto (De Lima o Flávio de Carvalho flotan en un éter ahistórico). Después, esas pocas referencias lejanas se convierten en un mito de origen. Dicho mito funciona como un arquetipo transhistórico y transcultural que permite soslayar las diferencias –a veces irreconciliables– entre prácticas temporalmente sincrónicas, pero cuya heterogeneidad, de ser constatada, daría al traste con el citado principio organizador. En lo que se refiere a la década de 1960, sólo mediante la violencia discursiva se puede embutir en el mismo abstracto molde utopista las celebraciones del juego en el interior de los espacios artísticos (Marta Minujín, Palle Nielsen), los desbordamientos experimentales hacia el espacio abierto de la ciudad (Jacobo Borges, Hi Red Center) y las avanzadas afines a los métodos de la guerrilla o el activismo clandestino (CADA, Tucumán Arde). La negativa a visibilizar y extraer conclusiones de los antagonismos entre prácticas, el desdibujamiento de las diferencias en una especie de armonía consensual, la renuncia a pensar qué modificaciones profundas provocan las especificidades históricas y geopolíticas en el arte como práctica social –y no sólo en obras o autores individualizados–, la reclamación de una condición privilegiada para la institución artística como espacio singular desde el que pensar el mundo… todo ello supone de facto una renuncia a encarar en serio la cuestión de cómo se produce lo político, incluso –sobre todo– la “política del arte” que los curadores dicen que reivindican.

Forma-exposición

Se declara el carácter político de la forma-exposición. Pero resulta infructuoso buscar algún principio orientador firme en un contenedor sobresaturado, donde la intención de construir la exposición como “aparato que retrate el mundo críticamente” deviene aparatosidad enmudecedora, aplastamiento de la experiencia (una parte importante de la muestra resulta literalmente ininteligible). La adición casi caprichosa de una obra tras otra no es ningún tipo de alternativa a la linealidad de la historiografía clásica, pues la curaduría es negligente a la hora de aplicar los principios del montaje inventados por el propio arte moderno y de vanguardia: pocas veces vi una ambiciosa exposición de tesis tan incapaz de articular una mínima pedagogía de sí. Inadmisible la insustancialidad nominal de los ejes temáticos (“La piel de lo invisible”, “El otro, el mismo”, “Recuerdo y olvido”, y así hasta seis), síntoma de pereza argumental disfrazado de poética. ¿Con qué garantías se puede pedir al público que practique el pensamiento si la práctica curatorial contemporánea renuncia de entrada a ejercerlo en profundidad, a emitir hipótesis claras sobre el estado de las cosas aunque sólo fuera a través del arte como experiencia?

¿Es esta cacofonía lo que la actual Bienal propone como “lugar único del arte en la organización simbólica de la vida”, “frente a la política partidaria y el activismo”? ¿Se puede tener el descaro de postular el arte como “un medio privilegiado para la aprehensión y la simultánea reinvención de la realidad” nada menos que en América latina, el espacio geopolítico donde se están dando en los últimos quince años la mayor densidad de reinvenciones creativas de la política, y donde se están produciendo experimentaciones y transformaciones simbólicas, sociales, económicas cruciales, que esta Bienal elige con soberbia ignorar? ¿Qué “retrato crítico del mundo” puede extraer el visitante, qué diagramas de las actuales relaciones de fuerza se proponen, qué cartografías de los nuevos paisajes simbólicos o geopolíticos globales se nos facilita deducir?

En ausencia de una organización estructural rigurosa, los clásicos contemporáneos inobjetables (no pocos: Allan Sekula, Chantal Akerman, Harun Farocki, David Goldblatt, Jimmie Durham) son islotes incomunicados. Y a falta de marcos de diálogo articuladores o de un mayor rigor propio de las obras en algunos casos, casi siempre navegan a la deriva aquellos trabajos más jóvenes que –no obstante– plantean orientaciones temáticas relevantes: la exploración biográfica postcolonial de Maria Thereza Alves tiene complicado sortear su exotización; unos pocos instrumentos materiales no bastan para hacer entender cómo Jonathas de Andrade actualiza los procedimientos de la pedagogía del oprimido; de la edición de entrevistas algo errática de Dora García resulta difícil inferir qué metodologías de la antisiquiatría o del teatro del oprimido puedan ser susceptibles de reapropiación por terceros, cómo y por qué; alguien debería explicar a Aernout Mik que el imaginario de la protesta que teatraliza como actual se quedó viejo, pues las gramáticas que interesan de los nuevos movimientos sociales son otras; proyectos dialógicos como los de Graziela Kunsch (concienzudo, por oposición a la idiocia del arte relacional mainstream) o Antonio Vega Macoleta se intuyen como valiosos prototipos que operan casi invisibles o a contrapié del marco que los sobredetermina.

Únicos nodos estructurales de la exposición, los terreiros proponen sendos espacios de confluencia para cada uno de los ejes temáticos. El de Ernesto Neto, consiste en un lugar “de colores cálidos” para que el público pueda “descansar y relajarse” después de haber atravesado “un área densa de la Bienal”. Una exposición que incita al espectador a afrontar lo político mediante la especificidad de la experiencia artística propone como área de socialización un espacio donde “la vida como modo de creación” se concreta en dormitar o besuquearse descalzos. El catálogo dice que esta propuesta “hereda el legado constructivo del arte brasileño, aunque abandonando sus presupuestos más rígidos en favor de elementos cotidianos más flexibles”. ¡Acabáramos!